De caníbales a ángeles
Uno de los grandes hombres de las islas Salomón que será recordado siempre es Kata Ragoso. Ésta es solo una de las muchas historias maravillosas que vivió.
Cuando los japoneses comenzaron su marcha a través de las islas del pacifico durante el transcurso de la segunda guerra mundial, se consideró evacuar a todos los misioneros de las islas. Kata Ragoso, el corpulento cacique, tomó la responsabilidad y, además, se organizó con sus hombres para rescatar a los pilotos que pudieran ser abatidos durante un combate.
Antes de convertirse al cristianismo, Kata Ragoso se había criado viendo a su gente adorando los espíritus de sus antepasados. También vio a su padre liderando con frecuencia guerras inter tribales y redadas de caza de cabezas. Los guerreros colocaban las cabezas de sus enemigos derrotados en la casa como signos de poder y victoria .
Ahora, con sus pastores aborígenes, organizó a los isleños en una enorme red de “salvadores de vidas”. A lo largo de todo el archipiélago, miles de ojos escudriñaban constantemente el cielo en busca de aviones aliados. Cuando los centinelas veían caer un avión, enviaban inmediatamente un mensaje por medio de tambores, y hombres corrían a través de la espesura de la selva para rescatarlos.
Esta obra resultaba extremadamente difícil, porque los japoneses sospechaban particularmente de los isleños adventistas. Los japoneses destruían sus iglesias y hasta sus huertas; muchos de ellos huían a la estación misionera. Pana y Jimaru huyeron a las montañas, y allá sobrevivieron por casi tres años. Aunque parezca extraño, donde parecía que por kilómetros a la redonda no había habitantes, ellos encontraban sembrados escondidos en las montañas, con los frutos listos para comer; Pana y Jimaru siempre creyeron que manos angelicales les preparaban esas huertas para su sustento.
Allí, escondidos, se mantenían atentos a los sucesos de la guerra, por medio del misterioso sistema de comunicación de la selva. En cierta ocasión, se enteraron de que un avión que había sido derribado había caído en algún lugar cercano. Inmediatamente, emprendieron la búsqueda y lo hallaron, pero no encontraron a sus tripulantes. A cierta distancia del avión, Jimaru tropezó con una cantimplora. Mirando hacia arriba, vio al piloto a quince metros, colgado de su paracaídas que, al descender, se había enredado en un árbol. Rápidamente, formaron un colchón y helechos debajo del árbol y, cuando todo estuvo listo, lo invitaron a tirarse.
El piloto no sabía si eran amigos o no; además la distancia era grande. Vaciló, pero finalmente desenganchó su aparejo y se lanzó. El colchón de hojas no fue suficiente amortiguación y, al caer de tal altura, el hombre perdió el conocimiento. Jimaru lo examinó, y vio que su cuerpo estaba terriblemente cortado y que tenía un brazo roto. Entonces, fabricaron rápidamente una camilla rústica y lo condujeron a la cueva en donde se escondían. Cuando recuperó el conocimiento, comenzaron a alimentarlo, pero pronto se volvió a dormir.
Jimaru estaba preocupado por un largo y profundo corte que el piloto tenía en el rostro; sabía que era necesario coserlo, pero no tenía ningún instrumento adecuado como para hacerlo. Consultó con el piloto y, finalmente, estuvieron de acuerdo. Entonces, el hombre negro tomó una larga espina y un hilo resistente de enredadera, esterilizó ambas cosas en agua hirviendo, y luego cosió la herida, mientras el aviador apretaba de dolor los dientes.
Cuando el piloto recuperó algo de su fuerza, Jimaru lo condujo a través de la montaña al otro lado de la isla, donde consiguió una canoa. Viajando de noche, condujo a su paciente a través de las líneas japonesas de combate y lo llevó a salvo a su destino.
Al terminar la guerra, Jimaru recibió una carta del aviador que decía:
“Nunca olvidaré aquellos días de enfermedad, porque las cicatrices aún están en mi cara. Esas marcas me recuerdan lo que usted hizo para que yo sobreviviera, y quiero darle las gracias”
Mas de doscientos aviadores estaban vivos gracias a que estos hombres los ayudaron desinteresadamente.
Pronto, en la isla donde vivía Kata Ragoso, hubo problemas con los oficiales del ejercito. Uno de ellos ordenó arrestar al cacique y traerlo ante su presencia. Cuando pudo escucharlo, le ordenó trabajar en sábado, pero la respuesta de Kata Ragoso fue un rotundo ¡No! El oficial no estaba acostumbrado a que un nativo desobedeciera sus órdenes; por lo tanto, lo ató a un tanque de gasolina y lo golpeó con una caña.
Nuevamente, Kata Ragoso se enfrentó con el oficial, que estaba muy nervioso:
¿Me obedecerás?- Rugió al interrogarlo.
Antes que a ti, debo obedecer a Dios. Mi respuesta es ¡No!
El oficial perdió el control, sacó su revolver y lo golpeó hasta que Kata Ragoso perdió el conocimiento.
Cuando el cacique despertó, el oficial le ordenó nuevamente trabajar en sábado y, al recibir la misma respuesta que antes, se enfureció y dio la orden de fusilarlo. Un escuadrón de fusilamiento fue alineado, y Kata Ragoso fue puesto delante de ellos. El oficial comenzó a contar:
Uno, dos…
Por alguna razón no pudo pronunciar “tres”. Nuevamente comenzó a contar:
Uno, dos…
Pero su lengua estaba inmóvil. Por tercera vez, gritó:
Uno, dos…
Fue lo último que pudo decir. A partir de ese momento, quedo mudo por unas cuantas horas.
Kata Ragoso fue llevado a la prisión y dejado allí, quizás, para morir. Los nativos del sur, fuertes y grandes luchadores, podrían haber arrasado el puesto del ejercito para rescatar a su dirigente, pero ahora eran cristianos; por lo tanto, presentaron su petición a Dios para que él lo liberara.
La iglesia decidió que una noche, cuando la luna saliera y se posara sobre las montañas, se juntarían dondequiera que estuvieran y orarían por Kata Ragoso. El mensaje fue enviado por medio de tambores a todos los habitantes de la selva. Esa noche, cuando la luna se posó sobre las montañas, un hombre alto llegó al campo de la prisión, tomó el candado, dio vuelta la llave y, abriendo la puerta, llamó:
¡Kata Ragoso!
Sí, señor.
Ven aquí. Tu compañero misionero, también.
Los dos misioneros se levantaron del suelo, donde habían estado tratando de dormir, y se dirigieron hacia la puerta. El hombre alto los tomó del brazo, cerró nuevamente la puerta con llave, los acompaño hasta el sendero de la playa y les dijo:
¡Váyanse a su casa!
Los dos hombres, sorprendidos, caminaron hacia adelante unos pocos pasos, y allí, a la vista, encontraron una canoa con los remos, que brillaban a la luz de la luna. Se dieron vuelta para agradecer a aquél que los había librado, pero el sendero estaba vacío.